Comentario
El fenómeno de la conflictividad social no fue, ni mucho menos, desconocido antes del siglo XVII, ni está vinculado necesariamente a un estado de crisis general. Lo que marca una cierta diferencia entre los siglos XVI y XVII es la intensificación del panorama de los conflictos en la XVII centuria, en este caso sí en estrecha relación con las condiciones críticas que se hicieron patentes en este siglo. En efecto, como consecuencia de la crisis económica y de la polarización social que indujo, se observa un recrudecimiento de las tensiones y un aumento de los estallidos de violencia social.
Sobre la naturaleza de estos movimientos populares existen distintas líneas de interpretación. Un buen número de historiadores se muestran reacios a calificarlos como revolucionarios, argumentando que en ningún momento buscaron un cambio profundo en la ubicación del poder político ni cuestionaron su legitimidad. Se trataría, por tanto, de reacciones localizadas frente a agravios concretos o, sencillamente, de la expresión violenta del malestar originado por condiciones coyunturales extremas, como la carestía de las subsistencias. Algunos autores defienden incluso su carácter conservador, en el sentido de que reivindicaban la vuelta a una situación anterior, considerada más justa y modificada por la acción del Estado o del poder señorial. Se trataría, por tanto, no de revoluciones, sino de sublevaciones, rebeliones o motines sin un auténtico alcance revolucionario.
Una prueba que se aporta a esta interpretación consiste en las consignas coreadas por los campesinos sublevados en Francia en 1636 (Vive le roi sans la gabelle!, Vive le roi sans la taille!) o por la plebe urbana levantada a mediados de siglo en diversas ciudades de Andalucía (¡Viva el rey y muera el mal Gobierno!), que supuestamente evidencian que tales movimientos se dirigían contra los impuestos o contra una situación concreta de gobierno sin cuestionar la legitimidad del orden superior político-social representado por la Monarquía.
El argumento, no obstante, puede ser vuelto del revés. La apelación al rey podía consistir sencillamente en un acto de autolegitimación de los propios movimientos populares, los cuales reflejan un estado de rebeldía contra el orden establecido y un conjunto de aspiraciones -más o menos vagas o utópicas- de raíz inequívocamente revolucionaria. En este sentido, la rebeldía se manifestaría contra aquellas figuras que representaban la relación de poder inmediata: señores, recaudadores de impuestos, agentes gubernativos. Las sublevaciones modernas han podido ser así vistas como manifestaciones de la lucha de clases. En esta línea, términos como alborotos, motines, alzamientos, agitaciones y otros similares han sido juzgados como una jerga de eufemismos semánticos que tienden a disipar la fuerza del concepto de revolución y, en definitiva, a banalizarlo.
La tipificación de los conflictos conduce, una vez más, a la distinción básica entre movimientos urbanos v campesinos, aunque en realidad resulta dificultoso trazar una divisoria clara entre ambos. Pillorget ha establecido tres modelos diferentes: a) Los movimientos urbanos suscitados por problemas materiales (en especial, carestías), por razones de prestigio o por disputas en torno al poder; b) los movimientos urbanos o campesinos contra la incursión de agentes foráneos al sistema de organización aceptado por la colectividad (recaudadores, tropas) y en defensa de derechos comunales o de la propiedad individual, y c) los movimientos en favor de los particularismos provinciales frente a la acción unificadora del poder central.
Esta tipología, en opinión de J. Dantí, permite calificar la casi totalidad de los conflictos del siglo XVII, si bien éstos podían compartir de forma simultánea distintos modelos.
Por su parte, Francois Hincker propone distinguir, dentro de los movimientos específicamente campesinos, entre dos modelos, correspondientes el uno a la Europa oriental y el otro a la Europa occidental. El primero de ellos estaría definido por un estado de permanente insurrección derivado de la servidumbre feudal a la que se sujetó al campesinado. El fenómeno designado como segunda servidumbre, que estableció sobre los campesinos al este del Elba prestaciones en trabajo y la adscripción a la tierra, impulsó a los que no se resignaron a aceptar la situación a elegir entre el camino de la huida y el de la revuelta.
La primera solución fue factible sólo en aquellos casos en los que había zonas próximas despobladas que ofrecían la oportunidad de asentarse en condiciones de mayor libertad personal. Pero cuando esto no ocurría o cuando el poder (como sucedió con los príncipes alemanes, los reyes bohemios o húngaros y los zares rusos) procedió a reprimir duramente la huida de siervos, al campesinado sólo le quedó el camino de la revuelta.
Las condiciones eran, en cambio, comparativamente más favorables a los campesinos en Europa occidental. La evolución social resultó distinta en este segundo ámbito, en el que, por término general, y a pesar de la persistencia bastante extendida del señorío, la población rural se había emancipado de la servidumbre feudal.
El campesinado libre, que se mostró muy activo en ciertos países, como en Francia, a la hora de protagonizar revueltas, se levantaba, por tanto, por razones distintas a las del campesinado oriental. Al oeste del río Elba la rebeldía rural estuvo, según Hincker, vinculada en mayor grado a la irrupción del Estado monárquico absolutista, identificado por los campesinos con un cuerpo extraño a su sistema de organización tradicional. Las exigencias del Estado en forma de imposición fiscal y el endurecimiento de las condiciones de vida derivado de las crisis agrarias actuaron como precipitantes de las rebeliones.
Del anterior esquema Hincker exceptúa algunas pocas revueltas que, muy marginalmente, respondieron a otro tipo de causas, bien de carácter religioso (como la de los Viejos Creyentes, integristas rusos sublevados en 1645) o étnico-religioso (como las registradas en Irlanda y Escocia).
La historia de las grandes revueltas populares del siglo XVII se inició con los graves desórdenes ocurridos en Rusia a raíz del hambre padecida en los años 1601 a 1603. Muy pocos años después, en 1606-1607, coincidieron varios grandes levantamientos campesinos en diversos países de Europa. Los habitantes de las "Midlands" inglesas protagonizaron una revuelta contra los "enclosures", causantes de que muchos de ellos quedaran sin trabajo y en la miseria. Los "haiduks" húngaros se levantaron en número de 20.000, arrastrando a grandes contingentes de siervos. Las acciones de bandidismo de los "haiduks" (campesinos-bandidos) son inseparables de la resistencia campesina a las condiciones de explotación de que eran objeto y, en términos generales, de la lucha de los húngaros contra el dominio de los Habsburgo. Por su parte, Rusia asistió a la sublevación de Ivan Bolótnikov, coincidiendo con las luchas dinásticas desatadas a la muerte del zar Boris Godúnov, movimiento que reclamaba la vuelta de las libertades campesinas.
En 1626 se produjo en la Alta Austria la que Kamen califica como "la mayor rebelión popular de todo el período de la guerra de los Treinta Años". Originada por motivos religiosos (imposición católica sobre un área luterana), tuvo un fuerte componente campesino. Stefan Fadinger y Christoph Zeller fueron los líderes de este movimiento, reprimido de forma muy sangrienta. Como el propio Kamen señala, durante el transcurso de la rebelión el campesinado "celebraba el fin del antiguo orden, la eliminación de señores y sacerdotes y la aparición del campesinado como nuevo amo".
Pocos años después, entre 1628 y 1631, una nueva revuelta campesina en varios lugares de Inglaterra, liderada por una misteriosa y ubicua "lady Skimmington" (bajo cuyo nombre se escondían diversos líderes), venía a reproducir la cuestión de la resistencia a los cerramientos.
Los años treinta y cuarenta del siglo resultaron especialmente conflictivos. En Francia el fuerte incremento de la presión fiscal que acompañó a la guerra provocó grandes rebeliones en el ámbito rural, así como en el urbano, estudiadas por Boris Porchnev. Las protestas alcanzaron un especial grado de intensidad en torno a 1636, con la sublevación de "los Croquants", y 1639, con la de los "Nu-Pieds".
El primero de estos movimientos se extendió a lo largo del territorio situado entre el Loira y el Garona, en el centro-oeste del país. En la región de Périgord decenas de miles de campesinos, liderados por el noble La Mothe La Fôret, se alzaron en armas contra los impuestos y procedieron a una matanza de recaudadores. Junto a las contribuciones, la peste, las malas cosechas y la presencia de tropas en el territorio actuaron como precipitantes de la revuelta. Ésta concluyó en 1637 con una sangrienta represión a cargo del duque de La Valette. Por su parte, la rebelión de los "Nu-Pieds" estuvo mucho mejor organizada que la anterior, afectando a la región de Normandía. De nuevo, la enorme presión fiscal sobre la población campesina actuó como detonante del movimiento.
En los años 1647-1652, en un contexto en extremo crítico para la Monarquía hispánica, se produjeron sublevaciones de carácter social en el sur de Italia y en Andalucía. En medio de una gran carestía de alimentos, en 1647 estallaron desórdenes urbanos en Nápoles y Sicilia. En Palermo, el orfebre D´Alesi se erigió en líder de un movimiento popular que protestaba por la escasez y los impuestos, al tiempo que reclamaba una mayor presencia artesanal en el gobierno de la ciudad. En Nápoles se unieron varias causas de descontento, entre las cuales la opresión nobiliaria y la imposición de tributos con la finalidad de costear el esfuerzo bélico de España fueron las más importantes. En julio de 1647 el pescador Masaniello se alzó al frente de una revuelta cuyo pretexto fue el impuesto sobre la sal. Masaniello fue asesinado y el nuevo caudillo, Gennaro Annese, proclamó la república, bajo la protección de Francia. Hasta el año siguiente, 1648, los españoles no consiguieron controlar por completo la situación, con la colaboración de la aristocracia local.
En Andalucía, a los graves problemas de abastecimiento registrados a mediados de siglo se unieron las consecuencias de las oscilaciones monetarias provocadas por la política gubernamental, las exacciones fiscales y la presión señorial en el campo. En 1647 se produjeron disturbios en Lucena, Espejo, Luque, Estepa, Alhama y varias localidades más, aunque en este caso el hambre no parece que fuera la principal causa. Sin embargo, a partir del año siguiente, 1648, el hambre se extendió por Andalucía, unida a una mortífera epidemia de peste. En Granada se sublevó la plebe urbana, imponiendo un nuevo corregidor designado por el pueblo, el cual tomó medidas para abaratar el trigo.
En 1651 y 1652 el grano volvió a faltar y su precio se disparó. Durante el último de estos años se produjeron numerosos motines de hambre en las ciudades andaluzas. La carestía se vio agravada por las actividades de los especuladores, que sacaban provecho de la situación acaparando trigo y logrando hacer subir artificialmente los precios. En Córdoba estalló un grave motín el día 6 de mayo, que comenzó según algunas versiones cuando una mujer recorrió las calles de la ciudad gritando con su hijo muerto a causa del hambre en los brazos.
Más inquietud aún produjeron en las autoridades gubernamentales los tumultos originados en Sevilla el mismo mes de mayo de 1652, que tuvieron comienzo en el popular barrio de la Feria, donde predominaban los artesanos tejedores. La ciudad estuvo a punto de ser totalmente controlada por los amotinados, los cuales intentaron asaltar diversas casas de comerciantes en las que se sospechaba podía haber trigo almacenado. Los sublevados se hicieron fuertes en el barrio de la Feria, pero fueron fácilmente reducidos, sufriendo más de un centenar de bajas, entre ellas las de algunos de los principales líderes. Ciertos clérigos tomaron también parte en el motín. Para Domínguez Ortiz, las alteraciones andaluzas de mediados del XVII tuvieron principalmente un carácter urbano y espontáneo, caracterizándose por ser, ante todo, motines de hambre.
Aquellos mismos años centrales de la centuria resultaron ser altamente conflictivos en Francia. En el marco de las Frondas se registraron revoluciones urbanas, aunque el mayor protagonismo no correspondió siempre en este caso a las clases populares. Muy activa, por el contrario, resultó la participación de éstas en la "Ormée" de Burdeos, que se desarrolló en los años 1651-1653. Este movimiento es calificado por Pierre Deyon como la forma mejor organizada y más consistente de los movimientos urbanos en Francia. Los ormistas bordeleses eran miembros de las clases modestas y de la pequeña burguesía, enfrentadas a los funcionarios y a los comerciantes ricos de la ciudad. En un principio, a pesar de que se manifestaron opiniones de corte democrático y republicano, influidas por el programa de los igualadores ingleses, la "Ormée" se mantuvo leal al monarca. Más tarde, el movimiento se radicalizó y se dividió, siendo finalmente reducido en 1653.
1648, año de revoluciones, también asistió a un importante levantamiento en Moscú, en cuyo transcurso resultaron asesinados varios funcionarios reales. El hambre popular, el nuevo tributo sobre la sal y las derrotas militares contribuyeron activamente a exaltar los ánimos y precipitaron la revuelta, a pesar de la cual el feudalismo ruso se afianzó.
Los años cincuenta contemplaron la sublevación campesina de Alejandro Kostka contra la explotación feudal en Polonia (1651) y una rebelión de los cantones suizos contra la devaluación de la moneda, liderada por Johannes Emmenegger.
En 1667, los indomables cosacos rusos de las regiones del Don y el Volga, acaudillados por el legendario Stenka Razin, emprendieron una importante revuelta en la que, al tiempo que manifestaban su voluntad de servir a Dios y al zar, proponían castigar a los nobles, suprimir las distinciones sociales, abolir la servidumbre e imponer un sistema de elección para la designación de autoridades.
Las décadas finales del siglo asistieron a un relativo apaciguamiento de los movimientos de insurrección popular. No obstante, en 1675 los campesinos de la Baja Bretaña se levantaron en protesta contra los impuestos y la opresión señorial, al tiempo que en defensa de las libertades regionales (movimiento de los "bonnets rouges"). En 1688 miles de campesinos catalanes pusieron cerco a Barcelona, en abierta rebelión contra las imposiciones militares de la Corona al Principado, que se hallaba protegido de ellas por antiguos fueros. Este movimiento hizo renacer el fantasma de la gran rebelión separatista de los catalanes de 1640. Finalmente, los campesinos valencianos se levantaron contra las cargas señoriales en 1693, en una sublevación conocida como la segunda germanía.